lunes, 20 de febrero de 2017

Madera y Piel ~Jos Mora [2° lugar, concurso para escritores]

El séptimo piso de la biblioteca era su favorito. Allí pocos subían, así que podía estar en completa tranquilidad. Sólo lo acompañaba la fiesta de silencio que proviene de los libros. Tenía la fortuna de que una biblioteca tan grande estuviera cerca de él, y lo había aprovechado desde el primer momento en el que pisó su interior. La afinidad que sentía por los libros podría ser catalogada como enfermedad por el grado de emoción y excitación que le provocaba tener uno de esos objetos en las manos, y al abrirlos, en la mente. Cada uno de esos libros, se acomodaba en su interior mientras los absorbía. Uno a uno lo iban formando, cada uno constituía una pieza en la gran construcción del ser en que se convertía día a día. Había libros que se acomodaban como cimientos que daban fuerza, otros en cambio hacían de decoración, porque los monumentos además de fuertes merecen ser hermosos. Las líneas del libro que estaba frente a él pasaron por sus ojos sin llegar a su cabeza. Tenía la imaginación inquieta debido a los recuerdos de algo que aun no sucedía, pero su imaginación ya había estado en el lugar y en el momento que ahora se repetía sin cesar dentro de él. ¿Cómo era posible que algo lo hubiera hecho apartar la imaginación de las letras? Porque era un hecho que los ojos no se separaban del contraste blanco amarillento de sus amigos los libros, pero la imaginación seguía renuente, atrapada en ese loop. Levantó la vista hacia los estantes grises en los que dormían sus amigos a la espera de que alguna mente inquieta los despertara. Sintió un poco de frío, así que decidió cambiar de lugar. Caminó hacia los grandes ventanales que había hacia el final de la biblioteca, hacia el oeste, donde esperaba robar un poco de calor a los últimos rayos de sol. Se movió con las mismas imágenes en la mente. Desde la noche anterior se había activado el modo automático en su cuerpo, para dejar a su mente deleitarse en la chelista del concierto al cual no había querido asistir. Su teléfono había sonado dos días antes y allí comenzaba la desgracia. Tenía el aparato para emergencias y odiaba que sonara mientras leía. Lo sacó del bolsillo con el ceño fruncido y leyó el nombre de "Romina" en la pantalla. —¿Vas a salir mañana conmigo? —¿Es muy necesario? —Lo prometiste. Es mi cumpleaños. Suspiró cuidando que no se escuchara por el micrófono. —Está bien ¿A donde iremos? —se rindió él. —Tengo boletos para un concierto. Bajó la cabeza y frotó su frente mientras suspiraba. Prefería estar en un ambiente tranquilo, con pocas personas, inmerso en alguna idea o pensamiento, o mejor aún, metido en un libro. Y como si Romina hubiera visto su reacción dijo. —Ernesto, han pasado más de dos cumpleaños desde que me prometiste que festejarías conmigo. Eres mi hermano y ya no te veo ni en navidad. —Debiste llamar antes, tu cumpleaños es mañana y yo... —No aceptaré un no. Pasó por ti a las 6. No me decepciones. —colgó sin dejarlo decir nada. Ernesto se dedicó el resto del día a leer y se acostó temprano. Despertó tarde como siempre y escribió la columna literaria para el periódico en el que trabajaba. A las 5 con 12 alguien llamó al timbre. Hasta entonces recordó que un día antes había hablado con su hermana Romina para salir con ella por su cumpleaños. Apretó un botón del aparato para preguntar quién era. "Ábreme" dijo la voz imperativa de su hermana al otro lado y después apretó otro botón para abrir la puerta principal del edificio donde vivía, dejó la puerta de su departamento abierta y corrió a la ducha. Mientras se duchaba Romina tocó la puerta del departamento, él sólo gritó que estaba abierto y se apresuró a bañarse. Sabía que su hermana estaría inspeccionando el lugar esperando encontrar algo interesante, pero las cosas que eran interesantes para Ernesto no eran interesantes para los demás. Su hogar era muy austero. Al entrar uno se encontraba de frente con un sillón para tres personas que alguna vez siendo nuevo tuvo color vino intenso, ahora se veía deslavado y cansado al final de la habitación. En frente del sillón había una mesa para café, que no combinaba con nada, era color hueso y la superficie era un mapamundi de manchas de café, tinta, comida y cenizas. Del lado derecho un mueble antiguo de tres patas sostenía un fonógrafo, era lo más lujoso que había en la habitación. Hacia la izquierda estaba la entrada a una pequeña cocina, en la que sólo cabía el refrigerador, la estufa, y una alacena. Todo parecía tener ya algunas décadas acumuladas. Dos pasos después de la cocina, un pasillo estrecho llevaba al baño y a dos habitaciones, una era la recámara de Ernesto y la otra era un intento de estudio donde tenía cajas amontonadas que contenían periódicos y libros viejos que hace mucho no leía, también había un librero que a lo mucho tenía una docena de libros. A pesar de su bibliofilia prefería pedir prestados los libros a la biblioteca que comprar los suyos, pensaba que el conocimiento encerrado era un desperdicio. Sólo guardaba los libros que realmente disfrutaba releer y los que tenían algún significado sentimental. Romina vio todo esto y sintió que el que vivía allí era un anciano y no su hermano, jamás había visto antes su hogar, pensaba que vivía mejor, que era un intelectual bien pagado ya que trabajaba en el periódico de mayor circulación. Pero a pesar de que Ernesto ganaba bien, disfrutaba de vivir así. Romina se sentó en el viejo sillón y gritó. —¡Sabía que no ibas a estar listo, por eso llegué temprano! Ernesto no contesto y se apresuró a vestirse. No tardaría mucho, sólo tenía un traje para las ocasiones especiales, que solían ser muy periódicas y siempre lo tenía ya listo. Cuando salió, vio a Romina intentando hacer funcionar el fonógrafo, se veía realmente atractiva. Un vestido de noche negro marcaba su delgada silueta, el cabello castaño desafiaba su ondulación natural y caía lacio hacia sus omóplatos descubiertos, llevaba pendientes de perlas que le hacían brillar aún más los grandes ojos color miel, el labial era un rojo intenso que siempre iba bien con su piel latina. Una mueca que pretendía ser una sonrisa se le formó al ver a Ernesto. —¿Esta cosa usa electricidad? —Dijo, dirigiendo sus ojos a Ernesto. —Hola Romina. Su hermana se acercó a acomodarle el moño torcido que llevaba en el cuello. Lo miró y pensó que si se afeitara mejor y encontrara un buen peluquero, ninguna chica se le resistiría. —Debemos irnos o llegaremos tarde. El evento es a las 8 pero uno ya no sabe con el tráfico de esta ciudad. —¿Estoy bien vestido para la ocasión? —preguntó sin mucho ánimo. —¿Por qué no lo estarías? —No sé de qué tipo de música es el concierto y pensé que estaba vestido muy formal hasta que te vi. Debo decir que es una excelente coincidencia ya que no cuento con mucha más ropa. Su hermana sonrió como si hubiera escuchado hablar a un niño inocente queriendo ser grande. —No te preocupes, estás perfecto. Salieron del edificio y subieron al lujoso coche de Romina. A Ernesto le sorprendía que pudiera manejar con semejantes tacones. Él nunca había aprendido con zapatos normales y le parecía una proeza que su hermana lo hiciera de una forma tan natural. Llegaron al teatro 11 minutos antes de las 8, no se veía mucha gente. Los carteles anunciaban un concierto de música clásica con la orquesta de la ciudad. Le sorprendió que una mujer joven como su hermana escuchara música clásica y no podía imaginar que la disfrutara. A las ocho en punto se abrieron las puertas y las pocas personas que habían llegado entraron parsimoniosamente. Ernesto y Romina se acomodaron en la tercera fila. —Se supone que en esta fila la acústica es mucho mejor—le dijo ella sonriendo. —No sabía que te gustara la música clásica, y menos este tipo de eventos. —se atrevió a decir Ernesto. —Es obvio que no sabes mucho de mí, hermano. Pero tienes razón en parte, hace algunos meses, pensaba en algún lugar que te gustara para que fuera más fácil pasar tiempo contigo, así que pensé en la música clásica y la orquesta. Investigué un poco en Internet y decidí que era buena opción. Desde entonces he estado escuchando música clásica y le he tomado el gusto. —Pero es tu cumpleaños no el mio, deberíamos hacer algo que te guste a ti—ella volvió a reír como antes. —Quería pasar tiempo contigo, y esto me gusta—lo abrazó del brazo y recargó su cabeza en su hombro. Ernesto escuchaba en el fonógrafo un disco de baladas en inglés que le había regalado un viejo amor, tenía un par más de música de la década de los sesentas, pero las pocas veces que escuchaba música repetía el disco de las baladas. La música clásica no le molestaba pero no tenía ningún conocimiento de ella. El telón se abrió a las 8 con 15 y un carismático maestro de ceremonias se encargó de la parafernalia previa después la orquesta comenzó a tocar bellas melodías que eran completamente desconocidas para los dos hermanos. Romina intentaba parecer interesada y movía las manos imitando al director de la orquesta. Ernesto a veces no podía disimular los bostezos. Cerca de las 9 el maestro de ceremonias apareció sobre el escenario. —Y por último, para todos ustedes, la orquesta juvenil de la ciudad de México se enorgullece en presentar a la ganadora internacional de interpretación en violonchelo... ¡Alana Jasso! El maestro de ceremonias hizo una caravana con los brazos y la señaló de entre los miembros de la orquesta. Se levantó una joven delgada de piel blanca y labios rosas. Con el cabello negro recogido en un chongo elegante. En el centro del escenario ya la esperaba un chelo ámbar barnizado que brillaba como nuevo, del cual sobresalían bien definidas las cuerdas. Alana llevaba en la mano el arco con el que iba a tocar. Sus pasos eran firmes y elegantes, sus tacones sonaban por todo el recinto. Sonreía al caminar hacia su compañero de madera con el cual dejaría tatuada esa noche en la memoria de Ernesto. Cuando llegó al chelo le dio las gracias al maestro de ceremonias que detenía el instrumento y que le acercaba el banquillo. Su voz era ya en si misma una canción, con el volumen y la dicción perfecta para que Ernesto diferenciara la pronunciación de cada sílaba. Se sentó detrás del chelo, puso las manos delicadamente sobre él, con un amor que a más de uno en el público le habría gustado sentir. Ernesto estaba embelesado ante tal escena aunque la chica aún no comenzaba a tocar. Posó el arco con la mano derecha y los dedos con la izquierda sobre las cuerdas del chelo, suspiró, cerró los ojos, movió las manos y las notas nacieron con la misma belleza que nace el sol al amanecer. Llenaron todo el lugar. Entraron a los oídos de Ernesto y recorrieron cada poro de su piel, apretujaron sus órganos, erizaron sus bellos y le enderezaron la espina dorsal. Nunca había tenído una experiencia como esa. Para él sólo podía ser comparable con un orgasmo y aun así creía que lo sexual se quedaba lejos de aquella bella sensación. Sus pupilas se dilataban ante la imagen de Alana haciendo el amor con su chelo. Mujer e instrumento eran uno. Era difícil para Ernesto ver donde terminaba uno y comenzaba el otro. Quería que la música nunca terminara. Quería esa sensación extrema rodeándolo hasta que lo matara. Que se le metiera en los pulmones y lo ahogara con una sonrisa en los labios. Cuando la orquesta comenzó a acompañar a Alana, Ernesto salió del trance. Recordó dónde estaba y lo que hacia allí, y miró alrededor apenado de que alguien se hubiera dado cuenta de su estado, pero todos estaban hipnotizados. Regresó su vista a Alana y no la apartó hasta que se cerró el telón. Cuando salieron del teatro no podía borrar la sonrisa que Alana y su chelo le habían pintado en el rostro con notas musicales. Miró a Romina y descubrió que había llorado, quizás en esa última pieza. Regresaron en silencio a casa, digiriendo todavía la experiencia. Él la invito a pasar, pero ella se negó alegando lo tarde que era. Su esposo e hijos la esperaban. Ernesto la abrazó y le besó la mejilla. Ella hizo lo mismo y le dijo que debían repetir más a menudo esa noche, él asintió con la cabeza, bajó del coche y se metió en su hogar. Durmió como nunca lo había hecho, profundamente. Soñó que era el único espectador del espectáculo, que era el aire, el telón, el banquillo, el arco, y por último el chelo, y que Alana le hacia el amor melodiosamente con las manos sobre él. Había estado todo el día en la biblioteca sin encontrar concentración. Sus amigos los libros no fueron tan bellos como para traerlo de vuelta. Intentó leer varios pero no logró despertar a ninguno. Ahora estaba sentado, en el lado oeste de la biblioteca calentándose con los últimos rayos del sol pensando en como hacer suya a Alana para siempre y poder ver su extraordinario espectáculo otra vez cuando la respuesta le atravesó la mente como una bala de rifle. Pero ¿en verdad podría así repetir la experiencia? No lo sabía pero debía intentarlo. Así que se ajustó en el asiento, miró cómo el sol moría tras el horizonte y suspiró esperando que diera resultado. Entonces comenzó a escribir... "El séptimo piso de la biblioteca era su favorito. Allí pocos subían, así podía estar en completa tranquilidad..." [Ganador segundo lugar, @chicodelibros (Instagram y Twitter)]

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